martes, 17 de febrero de 2015

Crítica impresionista: 'La grande bellezza'



 ‘La grande bellezza’ se erige sobre los cimientos de una película que puede ser tanto odiada como amada. La aparente amalgama de banalidades que se nos presenta nos transforma en dubitativos espectadores sobre en qué medida somos tan distintos de este Jeb Gambardella que padece un calmado desencanto con su entorno, con una personificada Roma que más bien podría ser un recipiente de libertades poco merecidas para los “nuevos artistas” que la habitan.




En todo momento la crítica a la sociedad actual está servida. A través de fiestas repletas de sexo (porque el erotismo sería demasiado light), drogas y un supuesto “nuevo arte”, los transeúntes muestran su rechazo a todo aquello que se les antoje mundano, con un distinguido esnobismo que poco les beneficia. Nuestro protagonista, Jeb Gambardella, hastiado de su entorno, busca esa gran belleza que le es tan escurridiza en mitad de tanta decadencia.

Una luz cenital ilumina a los personajes,- como si de títeres se trataran-, que deambulan por el hábitat que ellos mismos han creado y se esmeran, a través de toda clase de falsos auto convencimientos, de mantener con un ensalzado hedonismo. Conversaciones tan memorables como la de Jeb con Stefania dan prueba irrefutable de ello. Sólo queda ya la compañía de unos cuantos otros desgraciados que a una edad temprana empezaron a mentirse a sí mismos con el espejismo de lo que fueron y serían. Finalmente, la única redención que personajes como Romano encuentran, es la vuelta a los orígenes, a esa vida sencilla de la que un día todos huyeron en busca de “otra cosa” que resulta en la vacuidad de unas noches prototípicamente italianas, propias de una ‘Dolce Vita’ de Fellini cincuenta años más tarde.

El que fuera un imperio se muestra aquí como escenario de las penurias maquilladas de un grupo de artistas que dejaron atrás una juventud ahora añorada. La infancia, a través de la niña-artista, se encuentra oculta en las mentes de los que admiran el momento de la creación de la obra, algunos impasibles, otros excitados ante el espectáculo. La escena, teñida de una furiosa inconformidad que nos recuerda la horrible verdad: no podemos volver a ser niños. La pérdida de la inocencia es un requisito indispensable para formar parte de este club cuyo mayor logro consiste en mantenerse joven bajo un un traje de decrepitud.


Una facciata que se muestra en detrimento de un paseo por los palacios que pueblan aquella majetuosidad de una Roma ya olvidada. A cambio, rayas fugaces que se dibujan en el cielo del amanecer posterior a la bacanal confluyen con un amarillo burlón de uno de los vestuarios de Jeb, que elige como colofón final el atuendo propicio para la performance que interpretar en un funeral. Un canto a lo superfluo frente a la esencia, a lo insignificante contra la grandeza, a la nada de nuestro todo. En definitiva, un filme que no dejará de removernos el estómago y sobre todo las conciencias. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario