‘La grande bellezza’ se erige sobre los
cimientos de una película que puede ser tanto odiada como amada. La aparente
amalgama de banalidades que se nos presenta nos transforma en dubitativos
espectadores sobre en qué medida somos tan distintos de este Jeb Gambardella
que padece un calmado desencanto con su entorno, con una personificada Roma que
más bien podría ser un recipiente de libertades poco merecidas para los “nuevos
artistas” que la habitan.
En todo
momento la crítica a la sociedad actual está servida. A través de fiestas
repletas de sexo (porque el erotismo sería demasiado light), drogas y un supuesto “nuevo arte”, los transeúntes muestran
su rechazo a todo aquello que se les antoje mundano, con un distinguido
esnobismo que poco les beneficia. Nuestro protagonista, Jeb Gambardella,
hastiado de su entorno, busca esa gran belleza que le es tan escurridiza en
mitad de tanta decadencia.
Una luz
cenital ilumina a los personajes,- como si de títeres se trataran-, que
deambulan por el hábitat que ellos mismos han creado y se esmeran, a través de
toda clase de falsos auto convencimientos, de mantener con un ensalzado
hedonismo. Conversaciones tan memorables como la de Jeb con Stefania dan prueba
irrefutable de ello. Sólo queda ya la compañía de unos cuantos otros
desgraciados que a una edad temprana empezaron a mentirse a sí mismos con el
espejismo de lo que fueron y serían. Finalmente, la única redención que
personajes como Romano encuentran, es la vuelta a los orígenes, a esa vida
sencilla de la que un día todos huyeron en busca de “otra cosa” que resulta en
la vacuidad de unas noches prototípicamente italianas, propias de una ‘Dolce
Vita’ de Fellini cincuenta años más tarde.
El que
fuera un imperio se muestra aquí como escenario de las penurias maquilladas de
un grupo de artistas que dejaron atrás una juventud ahora añorada. La infancia,
a través de la niña-artista, se encuentra oculta en las mentes de los que
admiran el momento de la creación de la obra, algunos impasibles, otros
excitados ante el espectáculo. La escena, teñida de una furiosa inconformidad
que nos recuerda la horrible verdad: no podemos volver a ser niños. La pérdida
de la inocencia es un requisito indispensable para formar parte de este club
cuyo mayor logro consiste en mantenerse joven bajo un un traje de decrepitud.
Una facciata que se muestra en detrimento de
un paseo por los palacios que pueblan aquella majetuosidad de una Roma ya
olvidada. A cambio, rayas fugaces que se dibujan en el cielo del amanecer
posterior a la bacanal confluyen con un amarillo burlón de uno de los
vestuarios de Jeb, que elige como colofón final el atuendo propicio para la performance que interpretar en un
funeral. Un canto a lo superfluo frente a la esencia, a lo insignificante
contra la grandeza, a la nada de nuestro todo. En definitiva, un filme que no
dejará de removernos el estómago y sobre todo las conciencias.
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